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14



Cuando tenía catorce años salía a las seis y media de la mañana para ir a la escuela, en invierno todavía era de noche y, aunque había gente en la calle principal, la calle de mi edificio solía estar desierta. Todavía no habían construido la siguiente generación de edificios de Lugano, los estaban empezando a construir en ese momento e instalaron un obrador casi enfrente de mi edificio, así que a veces me cruzaba con algún obrero que iba para allá (sabía que eran ellos porque todos en el barrio caminábamos de nuestros edificios hacia la avenida principal, donde estaban todas las paradas de colectivos).


A los 14 era más alta que la mayoría de mi edad y muy flaquita, iba a la escuela con vincha de nylon azul y pelo trenzado, pollera larga, zapatos abotinados y con la cara lavada - en el otro extremo estético-erótico de una escolar de manga o cómic europeo. La calle por la que caminaba a la avenida era la última antes de Avenida Roca, así que de un lado había descampado hacia Roca y del otro, descampado detrás de la línea de edificios de Guerrico. Un enorme descampado sin iluminación, de una cuadra de largo y todavía más de ancho. Guerrico no era recta, tenía una curva hacia la avenida a más o menos 30 metros de llegar. Todas las calles del barrio tenían los edificios construidos con pasillos techados a lo largo, algo de jardines y recién después, la vereda. Mi mamá me había repetido hasta el agotamiento que caminara por la mitad de la calle en lugares solitarios y sin tráfico, pero iba por la vereda.


Como a veinte metros de llegar a la curva, los vi salir del pasillo techado donde se habían escondido y pararse uno junto a otro en la vereda para bloquearme el paso, eran tres. Estas cosas pasan en segundos, y todo lo que tenemos para reaccionar es un clic. En ese instante entendí que si lograban taparme la boca y moverme cinco metros a la oscuridad del descampado detrás del edificio, no tenía chance, eran tres. Decidí no correr para atrás y tratar de llegar a mi edificio porque nunca había gente y no tenía tiempo de sacar las llaves de la mochila, abrir y cerrar la puerta; opté por fingir que no entendía lo que pasaba y que iba a llegar como un cordero a ellos, pero que a último momento iba a amagar correr hacia la derecha y salir hacia la izquierda, hacia Roca, con la esperanza de pasarlos y llegar a la avenida. En ese momento pensé que era mi única oportunidad. Después entendí que era una locura: mientras que gracias al deporte yo tenía velocidad, ellos, gracias a su oficio, también, y fuerza.


Había hecho diez metros hacia ellos, cuando un portero salió a la luz también, y se plantó con su palo de escoba, a mirarnos a todos. Los tipos volvieron a la oscuridad del pasillo, dejándome la vereda libre. Llegué a la escuela aterrada, no dije nada hasta la noche, a mi mamá, que no pudo asimilar lo que le decía, que ya no le daba para más de sacrificios, y no podía acompañarme al día siguiente a la parada, ni al otro, ya había dado todo de sí.


El portero que me ayudó empezó a estar cada mañana cuando pasaba, baldeando el pasillo, y cada mañana, desde los catorce hasta los dieciocho, me proponía decirle GRACIAS, y cada mañana no me salía la voz. Yo sabía que él había entendido lo que evitó aquella mañana, pero no podía nombrarlo. Tampoco escribirlo - mi cuerpo se agitó mientras escribía estos párrafos, revivió el miedo de aquel momento.


A aquel portero no pude expresarle cuánta gratitud sentía por su gesto. Creo que su gesto mismo me dejó muda también, el shock de que alguien te haga el aguante cuando no contás con nadie.


No fue la única vez que me quisieron violar, pero fue la primera, y elegí pelear. Que no haya hecho falta no cambia que estuve lista. Que después de ese día siempre estuve lista. Y que hay muchas formas de pelear.


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