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Barcelona: vida de perros



Colega, te escribo para que no te sientas mal porque el corralito te dejó atrapado allí. Yo hago todo lo que puedo para ocupar bien tu lugar cuidando de Miama. Lo que me resulta irónico es que tu allí y yo aquí, somos los dos únicos perros que trabajan de los que he tenido noticia. Y es más, no me creo que el destino ha hecho que ambos nos dedicáramos tanto a la seguridad como a las relaciones públicas de un negocio. Prefiero el tuyo, correr doce horas al día en un estacionamiento al aire libre es más guay que estar echado en una tiendita del horror llena de esculturas y muebles raros, donde por supuesto no me permiten sentarme en los sillones de diseño ni morder las patas de los muebles. Miama me propuso como segurata luego que un supuesto heroinómano entró a la tienda y, amenazándola con una jeringa, se llevó todo el dinero. La verdad es que, a pesar del susto fue una situación que tenía su costado absurdo. Es que, como sabes, Miama nunca había trabajado al público hasta que aquí se encontró con que no la llamaban más para sus trabajos habituales si era tan borde de reclamar a la tercera vez que le postergaban un pago.


Como te decía, Miama, que nunca había trabajado en una tienda, era una especie de Alicia en el País de las Maravillas en plena frontera Raval/Eixample, que sería una versión moderada de límite barrial estilo Boca/River. Ella tenía su propia corte de los milagros. Mis favoritos eran La Polaca y Joaquín, el equipo estrella de cartoneros de los alrededores del mercado de Sant Antoni. A Joaquín lo habían dejado dormir en una silla delante del escaparate de una tienda de videojuegos. El se envolvía en una manta cada noche y ahí se quedaba, siempre con un habano viejo en la boca y una especie de gomina sospechosa que le mantenía paralizada la raya al costado y todo el pelo blanco-gris de su cabeza. Joaquín tendría sesenta años, era un español del sur, moreno y de ojos rasgados. Nos sonreía cuando pasábamos, Miama y él se decían alguna incoherencia amistosa, a veces ella salía de la tienda y le ofrecía un café, el aceptaba sólo si se lo daba con un bocadillo. Iba siempre encorvado y caminaba como un pingüino, de hecho, el verlo peinarse a cada rato, el habano, su chaqueta negra que era casi un frac y su cuidado personal lo hacían muy parecido al Pingüino de Batman. Pero Joaquín era más querible.


Después de un puente (de esos fines de semana que vosotros llamáis Largos) volvimos a trabajar y vimos los restos negros de una moto incendiada en la acera. El dueño relataba indignado a los vecinos cómo unos vándalos la habían quemado el viernes por la noche. Se explayaba con detalles del seguro y lo aberrante de esos gamberros, lo mal que están las cosas, que la policía no los coge y cada vez hay más, lo que le llevaría comprar una moto nueva y lo que había invertido en partes especiales. Los vecinos y curiosos preguntaban sin sacar los ojos de la moto, uno de los símbolos patrios de Catalunya (dicen que Barna es la ciudad con más motos de Europa). La sensación de duelo era compartida y evidente. Casi al descuido, cuando ya todo había sido dicho tres veces (los detalles económicos de la moto y su destrucción y las adhesiones apesadumbradas de los oyentes) el dueño mencionó al pasar, para dar un nuevo matiz al momento del incendio salvaje de su moto y volver a empezar, que estos cretinos, de paso, habían intentado incendiar a Joaquín, un detalle menor para el coro griego que rodea el cadáver negro de esta moto y a su padre rasgándose las vestiduras. Nosotros inmediatamente inquirimos sobre el estado de salud de Joaquín, que al parecer tuvo suerte de salir con unos chamuscones y más miedo que quemaduras. Pronto volvimos a verlo por la calle, pero dejó de dormir sentado y empezó a esconderse en una entrada de autos de un edificio (que meses después aparecería incendiada y de Joaquín no hay noticias).


De vándalos así, que algunos asocian con las juventudes nacionalistas, hemos conocido más. Un mediodía, en ese horario de 2 a 4 ó 5, en que todas las tiendas están cerradas, cinco capullos de 14 ó 15 años entraron en una comunidad y subieron al tejado, para empezar a pasar de uno en uno, meando la ropa lavada de los vecinos, cagando al aire libre y luego tirando mierda al pavimento por el que más tarde pasarían todos los que salen de compras. Un vecino que los vio desde su ventana, y es famoso por sus pocas pulgas, logró coger y encerrar a uno mientras llegaba la policía, hubo un gran operativo, cinco motocicletas, un auto, media docena de oficiales, creo que lograron detener a dos más. Miama repetía una pregunta existencial: ¿Pero estos pibes, qué se tomaron? Yo observaba las heces humanas, más grandes, más interesantes en cuanto a información olfativa que las de mis colegas, y más escandalizantes para los otros humanos que viven en esa calle. A mí, Miama siempre me recoge lo que hago y lo tira al contenedor, no es amor, es que la multarían si no lo hiciera. Con el asco que les daba la que habían hecho ellos, nadie la recogía, no entiendo por qué.


Otra de los visitantes favoritos que Miama tenía en la tienda era Marta, una argentina que había emigrado dejando la cordura en Ezeiza. Marta era bajita, gorda y entrada en años. Una de esas mujeres cuyo aspecto pone a prueba la generosidad o el cariño que se le tenga, porque sólo con altas dosis de uno u otro se la puede describir como una mujer del montón. Por lo que dice Miama, debe haber llegado aquí deportada de Buenos Aires por antiestética. No es que yo distinga una hembra guapa de una que no lo es, ni que me importe, ya he escuchado demasiadas tonterías dichas por los machos humanos en ese sentido. Pero en este caso es relevante por lo que Marta contaba de su vida. Marta había visto a Miama tomar mate y entró a pedir uno, se sentó y en cuanto tomó confianza nos contó que la perseguía una red internacional de pornógrafos, una peligrosísima mafia que producía películas y fotos XXX para internet, y que estaban implicados también con el terrorismo internacional y sectas satánicas. Ellos habían usado su imagen contra su voluntad y ahora la perseguían para continuar robándole desnudos y la vigilaban para que no los denunciara. Porque ella sabía Todo. «Ves a ése que pasa por ahí? Ése es uno. Y el que va atrás? Ése también! Están por todos lados! ¿Los ves como mueven los labios todo el tiempo? Van maldiciendo, así te das cuenta de quienes son, no cierran la boca nunca.« Y de pronto le cambia la expresión de la cara y con gesto de horror mal disimulado le dice a Miama «Vos también tenés la boca abierta« Por supuesto, cómo quería que la tuviera, viendo los 90 kilos compactados en un metro y medio e imaginando una secta satánico/terrorista/porno que parece tener más miembros que el Barça, enriqueciéndose con las fotos de ella en internet.


Como Marta había más de cuatro, por eso Miama no se sorprendió la tarde que entró ese moreno pobre y mayor a mendigar, estaba acostumbrada y daba monedas a casi todos. Pero a éste le vio algo raro, y de todos modos estaba en uno de esos días, en que hay que hacer algo físico para sacar la energía que está por estallar dentro. Así que ella había decidido poner de cabeza el País de las Maravillas y se dedicaba a cambiar de lugar muebles enormes y pesados, a fuerza de agacharse y empujar. El mendigo fue directo hacia ella y ella distinguió vagamente que su sonrisa de boba y su dejarlo romperle el espacio corporal lo habían desorientado. Después fue su acento, que Miama mal-manipula según el interlocutor. Con los extracomunitarios siempre ayuda. El no la miraba a la cara, sino alrededor (eso debió haberle advertido, pero aún era inexperta), así que cuando le pidió dinero y se volvió a girar a verla, ella ya no estaba, le respondía desde debajo de la mesa, con su impasible sonrisa bobina, que ese día no tenía nada, que era su jefe el que tenía el dinero encima y que volvería más tarde. El insistía siguiéndola por la tienda, y esquivando los muebles que ella, muy amablemente, le tiraba encima. Ya frustrado y algo desorientado le dijo “Es que tengo el mono y no quiero robar”, pero su mirada también decía “¿Te enteras?” «Ah no! Así, a malas, nada! Mono, gorila o mauser, pfffff!« pensó y siguió revolviendo muebles mientras decía, con una falsedad digna de un Oscar, «volvé más tarde, cuando esté mi jefe, él tiene el dinero encima.« El otro le sonrió desorientado y salió de la tienda pensando que era su día de suerte, se había topado con una retrasada mental. Ella siguió con su revolución personal y cuando ya se había relajado se volvió a sentar en su sitio, como una dependienta modosita que ahora actualizaba la pagina web en el ordenador. Y ahí fue cuando volvió el junkie (es que, ejem, tú también trabajarás, pero yo soy el único perro trilingüe que conozco). Esta vez el hombre entró decidido, y ahí ella recién entendió. Era necesario atraparla en su silla entre el mostrador y la pared para que él pudiera amenazarla con una jeringa sin que nadie lo viera desde la calle, dando la espalda al escaparate y a la vez bloqueándole el paso a ella. “No hagas tonterías y dame toda la pasta! AHORA!” Ella, que es tonta desde que nació, no pudo evitar hacer la tontería: le dio su cartera pensando que con veinticinco euros (que era el doble de lo que solía llevar consigo) calmaría al desesperado por su dosis y se iría volando antes de exigir el dinero de la caja. Mala idea, eso lo cebó más: “Y la caja! Rápido! Que te pincho!” Ahí se acabo la tontería, dio todo sin chistar, se asustó, vio que no era broma el hombre y no quería que se le ocurrieran más ideas. Quedó temblando de miedo y rabia cuando se fue. Ella no lo creía junkie sino ladrón, pero no le importaba si una jeringa la contagiaba de sida o simplemente le ponía una burbuja de aire en la vena equivocada, la sola impresión de un pinchazo alcanzaba para persuadirla. En un minuto llamó a la policía y en tres llegaron Starsky y Hutch: “Por dónde se fue?, Cómo iba vestido?, Moro, rumano o sudamericano?, Cuánto se llevó?”


Les dijo que no sabía por donde había salido, que estaba muy nerviosa. Ellos se resignaron y mientras pedían detalles del robo los daban de los otros robos en el barrio, de la dependienta de la zapatería donde habían entrado ya tres veces y la tercera finalmente la pincharon, aunque ella no hubiera hecho nada para alterarlos. A esa mujer le esperaban dos años de análisis, decían, hasta quedarse tranquila con que no estaba contagiada, pero tampoco lo pagaría el seguro.


Aparentemente el blanco favorito de los ladrones son las mujeres solas en tiendas, no es machismo sino practicidad. Miama renunció al día siguiente. La paga no compensaba. Para que no se fuera le aumentaron el sueldo y, mira tú por dónde, empecé a trabajar yo en la tienda. Sólo las mañanas, porque su jefe no me quería. Ella propuso que ya que él no me quería ahí nunca y ella me quería todo el tiempo, partieran la diferencia. Como seguridad soy bastante pedorro, Miama dice que el único peligro es mi desaforada amistosidad, de ahí que cumpla también un rol de RRPP, que a veces sale muy bien y otras hace caer viejas a la que se les quiebra algún hueso que no me dan, pero no se puede ganar siempre.



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